El catenaccio es un sistema de juego asociado al fútbol, creación del austríaco Karl Rappan, que consiste en fortificar la defensa añadiendo un quinto marcador. La expresión vendría a significar algo así como echar el cerrojo y no parece casual que la banda cordobesa eligiera tal nombre para bautizar su proyecto. Pese a todo, no estamos aquí para hablar de fútbol.
De un modo extrañamente natural – por poco común- las canciones de Catenaccio se erigen cual tótems del costumbrismo pop, perfectamente adecuadas al formato tradicional y por tanto poco arriesgadas en su forma y contenido. Quizás por eso, por esa falta aparente de pretensiones y una honesta manera de transmitir emociones, el dúo formado por David Molina y Antonio Jesús Moreno acaba por asentar su propuesta sin disimular las variadas fuentes de las que bebe. Entre ellas, la extinta Deneuve, anterior banda de David, de la que hereda el gusto por la crudeza y la amargura, además del excelso lirismo en los arreglos, perfecto contrapunto a su desacomplejada y directa forma de contar historias. O el Sr. Chinarro, referente inevitable para toda una generación precisamente por esa fantástica capacidad para explorar las posibilidades del lenguaje y que, sin embargo, hasta ahora no parecía tener aprendices a la altura. Responden también a esa sabiduría popular de bar y callejón propia de autores como Fernando Alfaro o Manuel Ferrón.
Beben, a fin de cuentas, de ese indie nacional de segunda generación que siempre utilizó el castellano para canalizar influencias anglosajonas – la cadena que lleva de Hüsker Dü a Pixies pasando por Replacements o Sonic Youth– con un marcado acento propio y una falta absoluta de prejucios, lo que les permitió primero orquestar y domar el ruído para más tarde abrazar géneros y estilos ajenos – valses, baladas, bossanovas, etc-.
La Escala de Richter (Clifford, 2017) es una colección de historias tristes escritas y cantadas sin afectación ni excesos, canciones que se suceden vertebrando un paisaje emocional lleno de grietas y heridas, de picos y valles, perfiles y siluetas en las que cualquiera puede verse reflejado. Así, en el adelanto “Antequera” observamos esa desgastada orografía y nos reconocemos en cada una de sus imperfecciones, embarcados en ese viaje a través del dolor que disecciona y transforma los recuerdos, los huesos, las venas y las arterias tratando de esclarecer los improbables hechos.
El amor es un juego de perdedores en el que las cuentas se pagan caras, y si es necesario jugar sucio y entrar a hacer daño “El Cerro De La Cárcel”, “La Bonoloto”, “Los Polos Opuestos” o “Made In China” son ejemplos perfectos de falta digna de tarjeta, puros singles que son dardos envenenados sin perder un ápice de frescura e inmediatez. Porque el disco es una sucesión de himnos a las grandes cuestiones haciendo uso de la lupa, prestando atención al detalle, a las pequeñas cosas: unos “Putos Cactus” pueden cobrar vital importancia a la hora de explicarnos a nosotros mismos, o el cartel de “Derribos El Tablero”, que casi podemos ver colgado al otro lado de la ventana, símbolo enigmático del ciclo de la vida. O cómo construir una catedral de canción a partir de escombros, cómo transmitir una reflexión eminentemente positiva enmarcada por un muro de dolor y emoción.
Al final, como en la vida, lo esencial es superar todas estas adversidades y sobrevivir, o vivir a pesar de ellas. Quizás dejar huella y un bonito recuerdo. En ese sentido, el recorrido que propone La Escala de Richter es tan rico y cargado de matices como agradecido y fácilmente memorable. Y volviendo a poner la aguja en la inicial “El Cerro De La Cárcel”, paladeando cada sílaba, queda claro que Catenaccio se presenta como una de esas propuestas noveles que nacen ya aprendidas, que conquistan sin pretenderlo y son capaces de cuestionarse el tiempo en el que vivimos a la vez que se permiten integrar con absoluta naturalidad leyendas milenarias como aquella que rezaba así:
“Como te ves yo me vi, como me ves te verás, aquí viniste a morir, no hay elección al pecar”